Ficción: Condena

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Nos llegó la siguiente ficción y no dudamos en ningún momento en publicarla. Posee tal atmósfera y los diálogos de los personajes están tan bien hechos, que sólo el encantamiento de una mujer, llamada Maribel por ejemplo, puede superarlo. Después del salto, una verdadera condena.  


Por Felipe Rodríguez 

Estoy preso porque yo lo quise. No culpo a nadie, fue mi voluntad. Aún más, doy gracias al cielo porque esta condena es a prisión perpetua.

Hasta hace muy poco tiempo fui pescador artesanal, curtido por el mar, hábil con el arpón y amante de las mujeres.

Mi culpa comenzó a gestarse desde el momento en que vi a Maribel por primera vez, a las tres de la tarde de un verano especialmente húmedo y caluroso. Me fijé en ella cuando, en diagonal y muy lentamente, atravesaba la playa cubierta de algas negras y retorcidas por el calor. Llevaba entre las manos la falda sostenida más arriba de sus muslos. Y los pies descalzos y húmedos, que encendían destellos al sol como dos pequeños peces escurridizos. Yo me encontraba aparejando la lancha que compartía con el Zapata.

-Se llama Maribel-, me había comentado el Zapata unas noches antes en la cantina de Roque.

La vi y supe que tenía que seguirla.

Caminó dos cuadras antes de doblar en una esquina. Hacía mucho calor y ella elegía el lado de la sombra. En ningún momento sus caderas dejaron de ondular en cada paso que daba.

Observé a Maribel hasta que entró en la casa que desde años había estado deshabitada. Ahora lucía como nueva, casi como un jardín en medio de las calles polvorientas.

-Su marido es el nuevo jefe del correo. Vienen de Santiago-, me informó Roque, mientras secaba una y otra vez un vaso.

-Comentan que lo tiene hechizado-, me dijo el Zapata…

-No hay que mirarla a los ojos-, agregó.

-Ni te hagas ilusiones-, concluyó Roque, tomando otro vaso para secar.

Y ahora, al verla entrar a su casa, tan hermosa, supe que Maribel era demasiado para cualquiera de nosotros. De ahí las habladurías. Y si era bruja no me importaba. Ya me había hechizado. Entró y no volvió a salir. No por lo menos durante la hora y media que permanecí frente a su casa, bajo un cielo blanco de tan celeste.

No la vi durante los tres días posteriores. Llegué como siempre a la cantina, bebí con el Zapata y estuvimos planeando una noche de pesca en la playa. No la vi, pero tampoco pude expulsarla de mi pensamiento. Ni en la lancha navegando mar adentro, ni a la hora de la siesta en mi cuarto de soltero, ni tampoco en la cantina de Roque. No la vi siquiera cada vez que, de vuelta de la caleta, pasaba frente a su casa.

-Así que te enamoraste-. Dijeron mis amigos.

Les había bastado con mirarme a los ojos para saberlo.
-Es linda ¿verdad?

Pensé que la palabra sonaba pobre. ¿Linda, no más?
-Cuídate. Puedes mirarla todo lo que tú quieras, pero nunca directamente a los ojos.

Y se aproximaron y bajaron las voces para contar casos que habían escuchado.

En una de ésas regresaba a mi casa ahogado por el calor y como todas las tardes en la última semana, tomé la calle de Maribel. Esta vez, sin embargo, fue distinto.

Habían dejado una de las ventanas completamente abierta, llegaba a mí un zumbido sordo y uniforme.

Pasé de largo hasta la esquina siguiente, alcancé a divisar el sol brillando sobre la superficie encrespada del mar y me detuve. El zumbido se oía ahora algo apagado y mi curiosidad pudo más. Regresé sobre mis pasos y quedé nuevamente justo frente a la ventana abierta. Recordé a Maribel, recordé su caminar de días atrás, ondulante pese el calor de las tres de la tarde.

Sabiendo que ella estaría ahí dentro me decidí. Fue como si ese zumbido me atrajera con una fuerza que tenía que ser irresistible. Me aproximé a la ventana sin pisar los marchitos cardenales y procurando hacer el menor ruido posible. Me asomé y miré al interior.

Nunca en mi vida había sentido que el corazón me latiera en los labios.

Nunca en mi vida había visto una mujer tan hermosa.

Nunca en mi vida había visto nada tan hermoso.

La vi tendida sobre su cama, desnuda, refrescándose bajo el zumbido inalterable de un enorme ventilador en el techo.

Sobre su piel morena habían brotado pequeñas y múltiples gotitas de sudor. Tenía abierto los brazos hacia la cabeza, por lo que pude apreciar enteramente sus pechos extendidos y la peligrosa hondonada de su cintura. Entornaba los párpados durante algunos minutos y luego los abría igual que si quisiera cerciorarse de que el ventilador continuaba girando sus aspas verdes. Después volvía a bajarlos mientras las aletas de su nariz se movían casi imperceptiblemente. Su respiración era pareja y parecía escapársele un suave quejido, como si la mano invisible del nuevo jefe de correos la estuviera acariciando. Los senos palpitaban con violencia, mientras los muslos duros y brillantes permanecían inmóviles, levemente separados, exponiendo al soplo de las verdes aspas del ventilador la brevedad de su mullido y tibio pubis.

La contemplé hasta que se levantó. La vi vestirse sonriente y salir de la habitación.

Esa noche, no fui a la cantina.

Esa noche, mojé las sábanas con la transpiración que brotaba de mi piel. Di vueltas sobre la cama, sin poder dormir. Me levanté varias veces. Fumé muchos cigarrillos contemplando la luna sobre el mar plateado. Desde el norte me llegaba el agrio olor de las pesqueras. Y desde allí muy cerca, el murmullo del mar sobre la playa. No podía quitármela de la cabeza. Al día siguiente debía ir otra vez hasta su ventana y contemplarla.

Sin embargo, no fui capaz de esperar una noche más. Arrojé lejos el último cigarrillo, cerré la puerta de mi cuarto y caminé impaciente hasta la casa de la ventana abierta. La luna iluminaba mis pasos. Me sentía aprisionado entre el cielo estrellado de la ciudad y el duro y frío asfalto. Una bruma casi diluida, se enredaba aún en los faroles macilentos. A medida que me acercaba podía escuchar más nítidamente el zumbido del ventilador. Toda la casa estaba a oscuras, incluyendo la ventana de Maribel, aunque sobre el alféizar se deslizaba silenciosa la pálida luz de la luna.

Quise averiguar cómo dormía y volví a asomarme.

Y dormía boca abajo, agarrada fuertemente a un esquina del colchón, cubierta a medias por la sábana, de manera que uno de sus senos se mostraba con impudicia. Junto a ella, el nuevo jefe de correos dormía profundamente. Su brazo la tenía tomada de la cintura como si temiera que ella pudiera escapársele. Arriba, el ventilador girando y girando.

Regresé a mi casa y a mi cuarto y a mi cama enfermo de celos. Los odié. Al nuevo jefe de correos, lo odié sin medida. Durante el camino, se me ocurrieron mil formas de hacerle daño, de eliminarlo, de transformarlo en un guiñapo sobre el que ninguna mujer pudiera nunca fijar sus ojos. A ella, a Maribel, la odié por ser tan hermosa, por tener un hombre que la abrazaba en su sueño, por no ser mía.

Durante cuatro días no volví a pasar frente a su casa. Me perdí en las noches en la cantina de Roque. Me emborrachaba y buscaba pendencia con los demás. Por cualquier motivo. No había que provocarme mucho. Una palabra, un gesto, un ademán, bastaban para que yo me lanzara contra el supuesto ofensor y descargara contra él mi rabia de que ella fuera tan hermosa y no fuera mía. Mi socio entonces debía arrastrarme hasta mi cuarto, sucio y borracho.

Tampoco volví a acercarme a la lancha y el Zapata se cansó de buscarme. Dormía hasta tarde, tan profundamente, que cuando despertaba, empapado en sudor, me parecía estar saliendo de una sepultura. Los ceniceros sobre el velador rebasaban de colillas, algunas apenas encendidas y otras ya apagadas. El cuarto se hizo estrecho para mis paseos impacientes. Los celos y el odio me habían atrapado. Sólo por la noche salía. A emborracharme. A emborracharme hasta la inconsciencia en la cantina de Roque.

Mi socio me rehuía. Ya no compartía el vino conmigo ni volvió a invitarme a pescar a la playa. Hasta que terminé solo en la mesa de un rincón, aferrado a una botella, mascullando afiebrado amargas palabras de despecho.

Una noche ya no pude soportarlo. Me levanté bruscamente de la mesa en que me hallaba. La botella, vacía ya, saltó al piso y se hizo añicos. El Zapata y Roque quisieron detenerme, pero de un puñetazo derribé a Roque y el otro me vio salir a la calurosa noche de ese verano.

Cuando llegué frente a la casa de Maribel, la ventana de su cuarto se encontraba abierta. La mano del golpe me dolía intensamente y cuando intentaba moverla, sentía que se me atascaba. Pensé que me la había fracturado y me lamenté de que así no podría moler a golpes el rostro aun desconocido del jede de correos. Sin embargo, hice a un lado todo mal pensamiento y me fui acercando, esta vez sin cuidarme del ruido. Antes de mirar, llegó hasta mis oídos un gemido que paralizó mi sangre. Y los vi.

El nuevo jefe de correos la tenía firmemente tomada de la cintura. Ella, como un velero al viento, se torcía hacia atrás, el rostro sudoroso, los dedos crispados y asidos con desesperación al revoltijo de sábanas sobre las que descansaba su trasero moreno y desnudo y bello. Y gemía. Ella gemía. Gemía al compás del zumbido del ventilador que no cesaba de girar sobre ellos.

Y yo comencé a gemir también. De dolor, pero no el del puñetazo a Roque. Este nuevo dolor atravesó mi garganta y mi pecho. Y ahí se quedó. Tan intenso, que mi mente se puso a dar vueltas en un remolino que me enceguecía. Había sólo un modo de liberarme de ese vértigo. Un solo modo. Y lo deseé y lo pedí y me entregué voluntariamente a él.

En ese momento, ella extendió su mirada por sobre el hombro del nuevo jefe de correos y la clavó profundamente en mis ojos.

Ahora, soy un prisionero, atrapado aquí en el techo, vigilando desde la altura esta cama que ha sido mi tortura y mi bálsamo. Extiendo mis brazos verdes y, zumbando, los hago girar para que ella no sienta el calor del verano. Aunque una de mis aspas se atasca en cada vuelta, disfruto mirando a Maribel cuando se refresca desnuda sobre la cama. Mi leve soplo acaricia su vientre y sus rodillas y peina el vello oscuro de su pubis. Noto que sus senos se hinchan y agitan igual a cuando su marido la acaricia. Sufro y dejo de girar, cada vez que el nuevo jefe de correos la atrapa entre sus brazos y la hace gemir como aquella noche.

Pero no me quejo. Es lo más cerca que podría estar de Marible.

En la cantina, Roque y el Zapata lloran que he muerto ahogado en el mar.

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