Nuestro colaborador, Daniel Goya (subeditor de Etiqueta Negra), nos envió una columna sobre Mario Vargas Llosa y su esperado pero sorpresivo Nobel. Una mirada extensa a cómo la mejor pluma peruana, latinoamericana y ahora global, se le otorga el premio una vez consolidado; eliminándose de la lista de escritores que lo merecían pero nunca lo recibieron.
Por Daniel Goya
Solía decir, hasta hace unas semanas, que las derrotas consecutivas de Vargas Llosa en la carrera por el Nobel de Literatura lo ennoblecían. Creía firmemente en que si se podía negar un premio por las ideas políticas, férreas e irrenunciables, de un candidato poco o nada valía ese reconocimiento. Incluso, para alentar mi opinión me remitía a Jorge Luis Borges, el maestro que tampoco recibió el Nobel y que nunca lo necesitó para ser reconocido como un grande de la palabra escrita.
Lo cierto es, que bajo la idea de que los premios dicen más del jurado que del ganador, me refugié en mis argumentos para justificar la postergada elección de Vargas Llosa como un Nobel de Literatura. A quienes nos gustan las historias y la ficción desarrollamos un cariño por nuestros autores predilectos similar al que puede sentir un fanático por su equipo de fútbol. Sucede, pues, que cuando un escritor ha significado tanto para uno, limpiarlo, defenderlo y custodiarlo –aunque no lo necesite- es un deber tácito.
A Vargas Llosa no lo conozco, pero lo conozco. Porque soy un convencido de que a través de la escritura se dice mucho de uno, por más que se escriba ficción. Un día descubrí que una persona cuando escribe puede mentir sobre todo menos sobre uno mismo. La palabra escrita es una huella indeleble de nuestras paranoias, de nuestras vergüenzas, de lo que nos emociona y de lo que nos seduce, de lo que tememos y admiramos, de lo que repudiamos y necesitamos. Cuando Vargas Llosa escribía La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo o Conversación en la catedral revelaba quién era y quién quería ser. Todavía lo hace.
Confieso ahora que el Nobel para Vargas Llosa me emocionó. No sólo por ser peruano. No sólo por ser uno de mis escritores favoritos. No sólo porque lo merecía. No sólo porque era justo y necesario. Me emocionó porque no lo esperaba. Porque fue una sorpresa imprevista. Cuando era adolecente, año tras año, escuchaba en las noticias que una vez más MVLL estaba cerca del Nobel y lo esperaba con ansias, cruzando dedos, y me imaginaba contento con el veredicto de los suecos. Pero tras esos años de febril juventud, y tras nunca recibir la noticia esperada, opté por no hacer vísperas de nada.
MVLL dijo que “se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias” y el Nobel recibido parece merecer la misma opinión, porque el escribidor ganó el premio para llenar un vacío, para rebelarse ante la realidad y ante las circunstancias. Vargas Llosa ganó cuando algunos –incluido yo- ya no lo esperábamos. Sólo cuando la realidad es adversa se conoce a los que hacen camino y obra. Y, claro, la mejor manera de ganar es cuando nadie se lo espera.
Vargas Llosa ha dicho muchas veces que el verdadero talento está en insistir. En la disciplina y dedicación. En no desmayar por conseguir el objetivo. Porque “escribir no es un deporte”. Porque “escribir es una servidumbre” a la que nos entregamos sin dudas ni murmuraciones. Y son esas las palabras que pueden alimentar el espíritu humano, no solo para la literatura sino para todas las cuestiones del hombre. Allí, en esas frases, encuentro no solo al Vargas Llosa escritor, sino también la ser humano, al indómito y descontento, al revolucionario y transgresor, al inconformista y al visionario. Será pues que, a diferencia de otros autores, Mario Vargas Llosa es más grande que su propia obra.
Ahora, como un muchacho, guardo ansias de escuchar el discurso del Nobel del 2010. Deseo escucharlo y leerlo. Pienso que en estos precisos momentos MVLL está escribiendo su disertación y me alegra saber que tiene ese deber impuesto. El joven en mi ha regresado y se lo debo a Vargas Llosa y su Nobel.