Adrián Rodríguez: «Loreto era para mí, lo que la kriptonita era para Superman»

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La semana pasada estaba, como dicen los gringos, “in a really dark place”. Fue luego de escribir y ver publicada mi columna que lo noté. Por suerte, esa misma noche vino mi amigo Fabrizio a verme y sirvió para despejar mi cabeza totalmente. Hicimos lo habitual, un par de cervezas, pizza, reírnos de su nombre de bailarín de axe, etcéteraDecidí también no continuar con el teaser de novela que publiqué la semana pasada. Recomencé por algo así como décima vez a escribir el proyecto, pero antes me había prometido empezar a ver la tercera temporada de Bored to Death. Al terminar me di cuenta que soy una especie de versión tercermundista del protagonista Jonathan Ames. No sé si han visto la serie, pero básicamente se trata de un escritor que quiere escribir su segunda novela, pero la inspiración no le llega y decide comenzar una errática carrera como detective privado sin licencia, ni experiencia. Está bien, yo no soy ni pretendo ser detective privado, tampoco es que ya haya escrito una novela. Ni si quiera puedo comenzar la primera. Pero hay algo en el personaje que me hace sentir representado. Tal vez esa es la magia de la televisión, y la razón por la que seguimos series capítulo tras capítulo cada semana. Si le dedicara el tiempo que uso en ver series y películas, ya habría terminado mi novela. Quizás me haría el tiempo para hacer ejercicios o conseguir una novia.



Por Adrián Rodríguez

Estoy soltero desde hace un poco más de un año, mi última pareja se llamaba Loreto y por consejo de Fabrizio no tengo permitido hablar de ella. Aunque sería injusto para ustedes que no les contara. Loreto era para mí, lo que la kriptonita era para Superman. O el color amarillo para Linterna Verde (en serio, ¿quién puede ser débil al color amarillo?). Solía caer y recaer continuamente a sus llamados, sólo para que al día siguiente Fabrizio tuviera que venir a sacarme de mi cama y subirme al ánimo a punta de chistes cochinos e insinuaciones homosexuales. A Loreto la conocí en la universidad, en ese tiempo era una persona totalmente distinta a quien es ahora. Era tímida, inteligente y sobretodo guapa, la gracia estaba en que ella no lo sabía. Nos hicimos muy cercanos desde el comienzo, salíamos juntos, tomábamos las mismas clases. Ella venía de una familia más bien adinerada y yo, bueno yo gastaba mi poco dinero en cafés, cervezas, libros y música. La relación creció rápidamente, comenzamos a salir juntos. Al cine, a conciertos o simplemente a caminar por ahí. Durante un semestre ella tomó un curso de fotografía en otra universidad. Yo no pude tomarlo, puesto que me coincidía con mi horario de trabajo en la tienda de discos. Ese curso vendría a ser el comienzo de los días más oscuros de mi vida universitaria.

Loreto cambió. Ya no era la misma. Salía más a menudo a fiestas con sus compañeros de fotografía. Y poco a poco fue dejándome a un lado. Yo nunca he sido un tipo celoso, más bien algo despreocupado en ese sentido. Esa despreocupación también colaboró en pensar que todo iba bien. Fue a principios del invierno del año pasado cuando, tomándonos una cerveza en un bar cercano a la universidad, Loreto habría de terminar conmigo. Para ser honestos, no recuerdo cuáles fueron sus razones, ni siquiera la escuché. Yo sólo fijé la mirada en la mesa mal cuidada, completa hasta su última esquina de frases rayadas con corrector. El Marco tiene la tula de un centímetro y metida en el culo del Eduardo, póngale nombre el niño: pistola de quaker, el que flota en la tina, chino tuerto. Trataba de concentrarme en todas esas frases, suponiendo que si no escuchaba a Loreto, nada de lo que me dijera tendría validez. Claramente no fue así, se levantó de la silla, dejó cuatro mil pesos en la mesa (hasta el final invitándome todo) y dejó el lugar con paso firme y decidido. No supe de ella en meses, cuando para el día 31 de diciembre de ese año, me llamó para saber cómo estaba. Hasta el día de hoy Fabrizio dice que me llamó sólo para saber si aún sufría por ella.

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