Adrián es nuestro nuevo columnista, su apellido es Rodríguez. Quiere escribir una novela y como muchos no puede. A ver si entregando una columna semanal en Pointzine -como prometió- se inspira y sale algo interesante de todo un personaje como es él.
Por Adrián Rodríguez
Como un oficio. El escribir y escribir y no parar. Aprender a escribir, por deporte o pasión, pero aprender a hacerlo. Y en lo posible, cuando se deba. Cuando se es necesario. No es un hobby soltar los dedos y que presionen un teclado, tienen que tener una intención de por medio. El problema es cuál es esa intención, ¿con qué objeto deseo yo escribir un texto? Pueden existir diversos motivos para hacerlo. El más común de ellos, es como medida de escapatoria. Pero ¿qué pasa cuando uno tiene que escribir para comer? Es tal vez mayor presión que existe porque yo, realmente no quiero hacerlo. Y ahora que lo escribo, me pregunto por qué realmente opté por escribir.
Podría pensarlo durante veinte minutos o más. Podría incluso volarme para obtener algún tipo de respuesta. Probablemente fume una importante cantidad de cigarros para obtener si quiera una intuición lejana del por qué lo hago. No creo que obtenga mayores respuestas. Debe ser que me aburro en pensar siempre de la misma forma y cuando escribo, el ciento por ciento de las veces, pienso lo mismo: no quiero escribir. Cuando tengo por obligación que hacerlo, busco alguna excusa para arrancarme. La más recurrente es el sueño que me provoca el siquiera comenzar un texto. Me da paja, quiero borrarme y olvidar que debo hacerlo. Pero ahí es donde radica el problema: no lo supero y el texto comienza a pudrirse dentro de mí. En este punto donde busco refugio en otros lados, y me quito de la cabeza por un momento lo que tanto me agobia. Pienso en cualquier tontera, o hago cualquier voludez y me olvido. Mi seudo sobrepeso es consecuencia de la ansiedad de guardar un texto en mí, lo que provoca que naturalmente tenga el deseo de comer (para hacer otra cosa que no sea escribir) y por ende, aumento en kilos. Lo mismo con el cigarro y todos los vicios que tengo. No son controlados porque cometo el sencillo error de ver esto como una tortura.
Y vaya que lo es. No lo paso nada de bien.
Entonces ¿será para mí la escritura una necesidad? Aún no veo la literatura como Bolaño. Tampoco como algún escritor medianamente serio. Simplemente me conformo con la pequeña posición que tengo y con eso me basta. Cuando debería escalar más alto y poner más puntos sobre o después de las ies. Con este pequeño desarrollo comienzo a tener algo de claridad en el asunto. Algo, como una luz borrosa del edificio de al frente.
¿Cúal es mi problema ahora? Que debo escribir una crónica de un tipo que me encanta y me da paja hacerlo. Lo primero es saber cuántos caracteres debo tipear. Véamos. 953 palabras, 5500 caracteres. En números simples, paja y media, máximo dos. Si no soy capaz de escribir esto, mejor olvidarme del resto. De mi y mi novela. Acá por ejemplo, justo en esa coma que acaba de pasar, estoy en el limbo de terminar recién la primera página. Llevo la mitad de lo que debería hacer y cuánto me tomó. 2 minutos y medio.
Vamos por esa maldita hoja en blanco que sigue. Aunque avanza poco a poco, la catarsis funciona.
No me he presentado, me llamo Adrián Rodríguez. Tengo 25 años y estoy a punto de quedar afuera de cualquier concurso literario juvenil que exista. Y no estoy listo para pasar a la otra liga, ni siquiera creo estarlo para participar en la actual. Tengo poco tiempo y poca rigurosidad en lo que hago. Nunca he participado en ningún lado, tampoco tengo cuentos que me sirvan para siquiera editarlos. Estoy acá porque me lo pidieron y lo haré semanalmente porque dentro de un año tengo que tener mi primera novela lista. Llevo algo. Un teaser. Nada serio. A ver qué les parece:
“Luisa ha despertado tres veces a Ignacio poniéndole el pie en la cara. Lo hace suavemente, aunque le cuesta porque la posición es incómoda y no quiere pisarlo. La primera vez, metió el dedo gordo y su uña roja dentro de la nariz. Le causó gracia el movimiento esquivo que tuvo él al esconderse bajo la almohada. En cambio para la segunda oportunidad, lo hizo más despacio y pudo apartar el mechón de pelo que atravesaba parte de su cara mientras él despegaba sus los ojos negros, sientiendo un leve aroma a jabón. A Luisa le gusta ocupar ese color en ocasiones: uno porque le recuerda aquella situación y dos, para las fiestas que asiste por la minera. Piensa que se ve más esbelta y sus compañeros se lo reafirman. La etiquetan en Facebook siempre que lo hace. Y cuando no, también. Tiene 532 amigos. Muchos de ellos han viajado a Marruecos porque volver con el aura que tiene el lugar es sinónimo de recargar energía para todo el año. Y ella lo sabe, ha ido tres veces. Todas sin Ignacio. Técnicamente no son pareja. O nunca lo han dicho en público, menos en privado. Tienen, como sale en su perfil de la red social, “una relación complicada”. La José siempre le recalca que es mal visto a sus 32 años, poner algo así a vista y paciencia de todo el mundo. Es como no madurar. Algo que hacen las personas que no tienen idea de lo que quieren. Luisa es sincera gran parte del día, por ende piensa dejar su estado tal cual. Lo discuten siempre cuando toman el café después del almuerzo. Desde el primer año de Ingeniería Comercial que tienen aquella rutina, y eso no lo logra entender Joaquín, su compañero de trabajo. Él siempre le recalca que su mal humor radica en las conversaciones que tiene con la José, durante o después del almuerzo, no lo sabe. Ella le rebate diciéndole que su mal humor se debe al hecho de no poder dormir una siesta. Pero se llevan bien. Más de lo que Luisa le gustaría. Es más, Joaquín en ciertas ocasiones llega al escritorio con servilletas escritas y se las lanza cuando pasa a su lado sin siquiera detenerse. Menos mirarla de reojo. Y ella se las responde y las arruga para tratar de darle al portalápices de al lado. El de Joaquín. Una vez acertó y significó que Ignacio sospechara. Los dos son “amigos” en Facebook y tienen un contacto en común. No chatean y rara vez se visitan el muro. Pero la tercera vez que Luisa despertó a Ignacio con el pie en la cara, no fue por un movimiento mal realizado, si no porque Joaquín la llamó”.