Columna: El primer paso para leer

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Son 31 las versiones de la Feria del Libro. 31 años. Una vida entera. Para muchos tiene un significado especial, la compra de alguno de tus primeros libros, un paseo de fin de semana, conocer lo nuevo, etcétera. No excenta del caso queda nuestra columnista Romina Reyes, quien nos cuenta su relación de infancia con esta feria.
Por Romina Reyes

En los tiempos de la bonanza
económica previa a la crisis asiática, el dinero alcanzaba incluso para la
cultura. Sin saber todavía de tiempo ni estaciones, me vi arreglada de vestido
y zapatos de charol con broche al tobillo para montar luego una micro amarilla
y dirigir los pasos hacia la
Feria del Libro versión 1995, en su quinceava edición.
Sin entender muy bien a lo que iba y apenas juntando sílabas
para leer en un léxico donde la erre no lograba sonar, tomé la mano de mi mamá
mientras mi padre se encargaba de guiar a mi hermana por esas calles con olor a
pescado y gente oscura. Era tan lógico ingresar gratis entonces -y por tantos
años lo fue gracias a triquiñuelas y favores políticos- que cuando por primera
vez se condicionó mi ingreso a mi capacidad de pagar, me vi violentada por la
rotura de una ilusión de infancia. Con el tiempo volvería a la feria año tras
año como un paseo obligado de noviembre, junto a distintas compañías y con
distintas intenciones, pero siempre con la esperanza de envalentonarme de una
vez y guardar un libro sin permiso en protesta al alto impuesto que restringe
la “cultura”.
El mismo hogar de los dinosaurios
animatronics se convirtió entonces en una casona llena de libros ordenados en
sus feudos. Mis padres se repartían las manos mías y de mi hermana para no
perdernos mientras nos adentrábamos en aquella vieja estación de trenes. No
éramos de los que teníamos una casa lleno de libros ni llena de discos ni llena
de nada, pero sí teníamos montones de cajas con cassettes pirateados y grabados
de la radio y torres de carpetas con papeles que mi mamá archivaba sin la
intención de volver a revisarlos jamás. Tal parece que el forastero y la hija
del obrero no cargaron con libros en su camino a la adultez, y esta era la
ocasión de comenzar a buscarlos.
Del paseo, poco recuerdo mas que
los dulces que comí y quizá el deseo de poseer varios de esos cuadernos de tapa
dura que se perdían con el paso de un stand a otro. Mi madre se detenía,
hojeaba libros y los soltaba sin decidirse, evaluando la calidad con el precio
y la necesidad. Aquella frustración nunca cambiaría, la misma sensación de ir a
pasear a un mall, a transitar entre vitrinas a admirar la libertad de decidir
sin tener los medios suficientes para hacer válida aquella decisión. Pero de
pronto y casi al término de la jornada, mi mamá decidió abrir la chauchera para
comprar un diccionario de la Rae
que hoy por hoy, viejo y desprendido de sus tapas duras, sigue abultando una
repisa humilde de otros libros con sus hojas siempre a punto de desprenderse y
sus conceptos subrayados durante los años previos a que se popularizara la rae.es. Pero ese año,
en la primera feria, mi mamá escogió ese diccionario entre tantas ficciones y
lo ubicó en un mueble de mimbre junto a sus otros papeles inaugurando una
biblioteca que tendría más libros comprados en ferias de barrio que en ferias
del libro. Y con ese diccionario, dimos paso a las palabras antes de entrar en
la lectura

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