Por Sebastián Fredes
Me integro a la larga fila de personas que serán testigos del reciente estreno de Alberto Fuguet, Velódromo en el SANFIC. Un puesto adelante, un tipo pelado, alto, de barba tupida y abrigo verde responde al saludo de alguien que seguramente no veía desde hace un buen tiempo. Hay una interacción más o menos protocolar y el pelado de barba tupida dice que ahora se está dedicando al cine, que tiene una productora, que estaba chato de las clases, que habían otras cosas que encontraba “cool”, como derribar algunos “conceptos errados” sobre producir y que después de haber viajado por Europa ahora está en otra pará. Que quiere “éxito” y “plasmarse”.
Entré a la sala. Casi no habían butacas vacías. Al sentarme pensé : ¿Por qué si alguien es coherente, racional, puede pasar por intelectual? ¿Por qué decir algo evidente lo pone en una posición más alta sólo por hacerlo antes que otros, con mayor énfasis o en algún sentido, personalidad en desmedro de profundidad o calidad? “Filo, volás”.
En eso aparece Fuguet. Saluda a todos, da las gracias, comenta un par de cosas. Le sale un “no sé qué decir” entre una y otra frase, titubeo que interpreto como un gesto de sencillez. Se despide. “Espero que cuando vean Velódromo al menos les den ganas de andar en bicicleta”.
La primera toma es de noche y Ariel, a lo lejos, es un tipo que anda en bicicleta. Empieza a contar su historia en off. Aparece dentro de su pieza, en la calle. Se entiende que es un poco escéptico, solitario y en el caso más extremo, es autista. No lo es, pero así se plantea, como autista. A sus 34 años Ariel es un diseñador que confiesa no tener mucho que contar sobre él. Pasa noches enteras viendo películas, en el computador o en la televisión. Sonríe a veces. Arriba de su bicicleta, por ejemplo, sonríe.
Una pelea con un amigo y un quiebre amoroso lo llevan por una crisis que lo hacen cuestionar su individualismo, o en el peor de los casos, egoísmo. Hay escenas que transforman a Velódromo en comedia, o en una comedia particular. De risas, sí, pero risas suaves. De situaciones tan absurdas como verosímiles que, sentado en mi butaca, me hicieron recordar el humor de Woody Allen.
Llega un momento en que vuelve la voz de Ariel en off y la película se vuelve mucho más intimista y reflexiva. El personaje toma una opción, un camino, reconoce ciertos errores, mientras le salen frases como “no sé”, “quizá” y “puede ser”; el claro porcentaje de duda que existe cuando decidimos, acción que me hace abandonar el cine mucho más aliviado que hace un rato, delante mío, en la fila para entrar, estaba detrás de un tipo pelado y de barba tupida.
Me cargó un poco la película. Me carga un poco Fuguet, debe ser por eso -en parte-.