Segunda parte y final del cuento de Jorge Rodríguez Fischer. Ahora sabremos qué esconden las cornisas de la calle Phillips, por qué a Leticia le gusta tanto mirar al cielo y encontrarse con ellas. Probablemente para Adrián signifiquen algo, no lo sabemos pero después del salto, todo te va a quedar más claro.
Por Jorge Rodríguez Fischer
En el hospital, mientras afuera, sobre el cinc de la entrada, la lluvia torrencial provocaba un ruido ensordecedor, Adrián y Leticia esperaban, en silencio, muy tomados de la mano. En el estrecho, oscuro y sucio pasillo de espera, había olor a humedad, a ropa sucia y muy húmeda. Olor a respiraciones cansadas. Olor a alientos sin desayuno.
-Adrián…
Adrián apretó la mano de Leticia. Era su modo de decirle que la escuchaba.
-Adrián, quiero hacer algo. Quiero hacer una manda…
Adrián la miró sorprendido.
-¿Una manda? ¿Cómo? ¿Qué manda?
Leticia carraspeó.
-Una manda, Adrián. Tú no tienes para qué comprometerte, es cosa sólo mía…
-Está bien, amor, pero qué manda…
-Si Federico supera esta neumonía, volveré a ir a misa, todos los domingos, como cuando vivía con mis padres en la casa de Ñuñoa ¿te acuerdas?
-Está bien –dijo Adrián y permaneció pensativo durante unos minutos. Al fin, agregó:
-Cuando murió mi mamá, yo habría querido hacer algo parecido, pero me faltó coraje.
-¿Coraje para qué, Adrián?
En ese momento, se escuchó un estruendo y los vidrios del hospital vibraron al unísono. Era una bandada de aviones que surcaba de norte a sur el cielo de Santiago. Nadie de los que esperaban pareció hacerles mucho caso.
Adrián soltó la mano de su mujer. Torció su cuerpo desnudo hacia el velador a su derecha y tomó un paquete de cigarrillos. Los bigotes del muchacho lucían ya unas esporádicas pintas blancas, las mismas que habían comenzado a aparecer, muy discretas aún, en el pelo negro de Leticia. Adrián encendió uno de los cigarrillos y, luego de echar el humo por cada rincón de la habitación, explicó:
-Coraje para defenderlo, Leticia. Yo estaba cerca de ahí ¿te das cuenta? Veníamos saliendo de la última reunión en su casa, recién no más nos habíamos despedido. Los hombres del auto blanco sin patente lo tomaron de ambos brazos y lo echaron dentro. Ramiro gritaba: ¡Me llamo Ramiro Cortez! ¡Ramiro Eugenio Cortez Rodríguez! ¡Avísenle a quien puedan! Y, desde la otra esquina, vi cómo el auto blanco y sin patente desapareció entre otros vehículos y yo no hice nada. Ni siquiera avisé a su familia. Tenía mucho miedo. ¿Me entiendes, verdad, Leticia?
Y Leticia lo entendía. Lo abrazó, lo besó, se aferró a su cuerpo, le dio su boca, su aliento, su amor.
Desde una casa vecina, se escuchó, a todo volumen, el insistente ritmo de una canción de moda.
Apenas bajó de la micro, en la esquina de Irarrázaval con Doctor Johow, Adrián encendió un cigarrillo. La ventolera seca se llevó el humo retorcido hacia alguna parte. Adrián echó a caminar, cansado, las tres cuadras hasta la casa de hirsuto jardín y llena de sombras que, desde que se habían separado, Leticia había vuelto a habitar con sus hijos. En Dublé Almeida, debió detenerse a tomar aire. Hacía meses ya que le estaba faltando el aire. Tal vez tendría que dejar de fumar. O tal vez ya era demasiado tarde. Su hijo mayor, Miguel, flamante cardiólogo, se lo había advertido:
-Papá, no se fuma impunemente durante treinta años. Alguna vez el tabaco te lo va a cobrar.
Y se lo estaba cobrando, en cada paso que daba, el tabaco le estaba cobrando aquellos treinta años de fumador sin tregua. Echó a caminar de nuevo. Cinco, seis pasos, apenas siete. Al ir a dar el octavo, una voz perentoria lo detuvo:
-¿Don Adrián Sepúlveda?
Adrián miró, pero no reconoció al hombre que le hablaba.
-Sí, profesor Sepúlveda, es usted. Lo estuve mirando desde que bajó de la micro, pero no estaba seguro. Ahora sí, ahora sé que es usted, el profesor Adrián Sepúlveda… ¡Cuánto tiempo!
Aquellos ojos inquisidores no le decían nada a Adrián, tampoco la boca torcida en una sonrisa forzada, ni las manos grandes y torpes, ni el corte de pelo militar, marcado por una gorra que en ese momento el hombre no usaba.
-Soy Guzmán, profesor, Julio Guzmán, el Coyote, del liceo siete ¿se acuerda? Hace semanas que lo busco, profesor, y, bueno, ahora, casi de casualidad, lo encuentro a la bajada de una micro, qué tal. ¿Adónde va, profesor?
-Voy a ver a Leticia, a Leticia, mi mujer… –no supo por qué razón pensó que debía aclarar: -o sea, mi ex-mujer… -. Tal vez eran los nervios.
Adrián miró hacia la cordillera, donde se estaba acumulando una gran cantidad de nubes oscuras. Pensó que iba a llover. Estaba bien, hacía meses que no llovía sobre Santiago. Luego, volvió a mirar a su antiguo alumno.
-¿Guzmán? ¿Tú eres Guzmán, aquél que quería a toda costa entrar a la Escuela Militar?
Adrián comenzó a sentir miedo ¿Estaría el Coyote en esa clase en que él se había permitido una dura crítica al régimen y que le había costado su cargo?
-El mismo, profesor.
-Eh… entonces… a ver… ¿coronel Guzmán?
-No profesor, estoy retirado, me retiré sólo como mayor.
-Así que Julio Guzmán, al que nunca le gustó leer…
-El mismo, profesor, ese Julio Guzmán que usted reprobó en el examen de castellano ¿se acuerda?
-Ah, sí… bueno, era mi deber ¿no? Perdona…
-No, profesor, entiendo, todos debemos cumplir con nuestro deber y sentirnos orgullosos de eso. Yo, por ejemplo, tuve tantos y me gustaba cumplirlos, tal como mis superiores me lo ordenaban… ¿Así que su ex-mujer, no?
-Sí, voy a verla, mi hijo mayor se casa y debemos ponernos de acuerdo en algunos detalles.
Julio Guzmán metió la mano en uno de los bolsillos de su impermeable, demoró un tiempo, y, al final, sacó de él una tarjeta.
-Aquí están mis datos, profesor. Si quiere conversar algún día, y hacer recuerdos, llámeme. No dude en hacerlo, profesor, lo hará ¿verdad? Desde que vi su libro en las librerías, lo he buscado para felicitarlo.
El hombre rió groseramente.
-¿Cómo fue eso?-, preguntó Adrián, tranquilizado ya.
-Imagínese, profesor, mi sorpresa. Ahí, en la vitrina de la librería, un libro: Las cornisas de la calle Phillips.
Luego, estirando el brazo con la mano extendida, teatralizó:
-Autor: Adrián Sepúlveda…… quién lo iba a imaginar…
-Gracias, Julio, gracias… y sí, Julio, si me dan ganas de conversar te llamaré, tenlo por seguro.
Julio Guzmán, entonces, dio una media vuelta perfecta, tal como se lo habrían enseñado a hacer en la Escuela Militar, y se perdió por uno de los senderos de la Plaza Ñuñoa. Adrián intentó atravesar la calzada.
Una serie de bocinazos y una chirriante frenada lo obligaron a detenerse en medio de la calle. El vehículo que casi lo atropella quiso parar, pero al comprobar que Adrián había pasado sólo un gran susto, continuó su camino a una velocidad menor.
Luego de reponerse, el muchacho reanudó su alegre camino a casa de Leticia.
La lluvia de esa mañana había recomenzado.
Al tocar el timbre, sintió en el paladar el sabor dulce de las sopaipillas en chancaca del desayuno.
Le abrió una Leticia de sonrisa franca y morena. Adrián sintió que sí, que se había enamorado de ella, sintió que le pediría pololeo y que, tal vez la próxima semana, la llevaría a su casa.
-Hola –la saludó-. ¿Y me vas a decir por fin qué es lo que hay en las cornisas de los edificios de la calle Phillips?
Leticia cerró la puerta a sus espaldas, lo saludó con un beso fragante a jabón de baño reciente y exclamó:
-Bueno, ahora vamos a averiguarlo.
Campinas, S.P. Brasil, 13 de noviembre del 2004.
Lo mismo que en la primera parte, me encantó la historia. Sigan publicando!
Muy genial.
El juego de tiempos es bastante agradable.
Excelente historia.
Interesante.
Muy lindo, soñador, como su autor!