Hay pocos momentos exactos en los que uno se da cuenta de que existen y están ocurriendo. Éste es uno de ellos: vamos a publicar un cuento, y dividido en dos partes, de Jorge Rodríguez Fischer. Escritor y Profesor a lo largo de su vida, fue uno de los gatilladores intrínsecos de todo lo que hacemos en Pointzine, leer y escribir. Un verdadero privilegio que viene como anillo al dedo a la efervecencia que se vive en las calles. Las cosas están cambiando y nosotros, partimos por casa.
Por Jorge Rodríguez Fischer
Foto y música: Portugal – Nuestro momento
ADRIÁN OLIÓ el café y el dulce aroma de las sopaipillas en chancaca.
Perfecto. Un desayuno perfecto para una mañana fría y lluviosa de julio. Sólo faltaba la fragancia del cigarrillo que todas las mañanas su padre solía fumar.
Hacía un año y un mes que había muerto de ese cáncer pulmonar que, ya en sus últimas semanas, lo había convertido en un verdadero cadáver.
Adrián, atrapado por el recuerdo, demoró unos segundos antes de llevarse un nuevo pedazo de sopaipilla a la boca.
-Buenos días, hijo.
-Hola, mamá. Ven, siéntate, toma el desayuno conmigo.
Sin embargo, Adrián sabía que su madre hacía rato ya que había desayunado. Se levantaba al alba y, cuando Adrián bajaba a tomar su desayuno para partir a la universidad, ella ya había avanzado bastante en las labores de la casa. De todos modos, la mujer se sentó en una silla frente a su hijo.
-¿Vas a clases?
-No, todavía dura la huelga. Ya vamos a completar dos semanas y tiene para un buen tiempo más…
La sopaipilla le untó los labios con chancaca. Adrián pasó la lengua y continuó:
-Voy a encontrarme con Leticia.
La mujer sonrió.
-Leticia –repitió, interesada-. Es tu compañera de la universidad ¿no?
-Sí. Queremos aprovechar estos días de huelga para conocer Santiago. Es increíble cómo habiendo nacido aquí, en diecinueve años, apenas conozcamos aquellos lugares que frecuentamos diariamente. Santiago es enorme.
-Tienes razón.
La mamá de Adrián iba juntando en la palma de la mano un sinfín de miguitas inexistentes.
-¿Es bonita?
Adrián quedó con la taza de café a medio camino.
-¿Cómo?-, preguntó.
-Te pregunto si es bonita… Leticia…
-Ah, sí, es muy bonita.
-¿Cuándo la vas a invitar a la casa?
-No sé, mamá, no quiero apresurarme. Ella me gusta mucho, sí, y creo que yo a ella también, pero no quiero apresurarme.
-Podrías haberla traído anoche. Le habría gustado.
Adrián echó una mirada involuntaria al televisor sobre el estante. Su madre se había endeudado por dos años para comprarlo. Según ella, la ocasión lo justificaba.
-Bueno, de aquí en adelante, vamos a ver muchas veces la llegada del hombre a la luna. En la televisión, en el cine, en todas partes. La van a repetir hasta el cansancio-, explicó Adrián.
-Claro, pero no es lo mismo que verlo en el mismo momento en que ocurre ¿no crees?
-Bueno, mamá, ya habrá ocasión de invitar a Leticia. Te lo prometo.
Más por hábito que por necesidad, limpió los labios con la servilleta.
-Ricas tus sopaipillas-, dijo.
Cuando Adrián cerró a sus espaldas la puerta de la casa, la lluvia había amainado apenas. Los pocos vehículos que pasaban por la avenida Santa Rosa hacían un ruido a calzada húmeda que a Adrián le levantó el ánimo. Encendió un cigarrillo, arrugó la cajetilla vacía, la puso dentro del bolsillo y echó a caminar hacia el paradero de micros.
Con Leticia, habían decidido comenzar por el centro. Muchas veces ellos pasaban por el centro de Santiago, pero nunca se detenían a observarlo, a conocerlo. Había sido Leticia quien lo convenció con una pregunta:
-A ver, Adrián ¿tú sabes qué hay en las cornisas de los edificios de la calle Phillips?
-¿La calle Phillips?
-Sí, Adrián, la misma, ésa que queda frente a la Plaza de Armas, aquélla donde vive Alessandri. ¿Podrías decirme qué hay arriba, en esas cornisas?
-¿Una foto de Alessandri de cuando era presidente de Chile?
-Ay, Adrián, estoy hablando en serio…. ¿qué hay en esas cornisas?
Adrián ni siquiera tuvo que pensarlo para responder.
-No tengo idea, jamás camino mirando al cielo.
-¿Ves? Te lo decía. Debemos conocer Santiago. Y tal vez puedas escribir un par de cuentos con la experiencia.
La micro hizo el mismo recorrido de todas las mañanas, cuando Adrián viajaba hasta el pedagógico. Leticia vivía cerca de la Plaza Ñuñoa, con sus padres y dos hermanas, en una gran casa antigua, de aquéllas con hirsutos jardines y mucha sombra. Esta mañana, él los visitaría por primera vez, la casa, a los padres, a las hermanas y a Leticia.
Durante el viaje, arrellanado en su asiento, Adrián escuchaba, como todas las mañanas, las conversaciones de los pasajeros.
Esta vez, había dos temas que se repetían: el intenso frío de esta temporada lluviosa y la transmisión por televisión, la noche anterior, de la llegada por primera vez de tres astronautas norteamericanos a la superficie de la luna. Adrián pensó que nadie hablaba de la huelga de los estudiantes universitarios. Tampoco de la campaña de Colo-Colo en el campeonato nacional de fútbol. Tampoco de los nombres que se escuchaban ya como probables candidatos para las elecciones presidenciales del próximo año.
Adrián también pensó en que su madre tenía razón. Debería invitar a Leticia. Afuera, la lluvia había vuelto a arreciar. Tal vez habría que invitarla la próxima semana, tal vez cuando la huelga hubiera terminado, tal vez para su cumpleaños, tal vez cuando Leticia fuera ya su polola.
Ayer no más le había hecho una broma.
-Te vas a casar conmigo, Leti, y a nuestro primer hijo le pondremos Federico.
Ella había aceptado la broma:
-Sí, como García Lorca. Y, al segundo… ¿Miguel, como Cervantes?
Leticia se había echado a reír y Adrián había quedado muy pensativo. De todos modos, él sabía -intuía- que la muchacha iba a aceptarlo.
La imaginó sonriendo, con aquella sonrisa franca y morena que había sido lo primero que a él lo había cautivado de ella. Se imaginó tomándola del pelo, acariciándoselo, mirándola a los ojos. Sí, le pediría pololeo y, luego, la llevaría a casa para presentarla a su mamá. Tal vez la próxima semana.
Al bajar en la Avenida 10 de julio para tomar la otra micro con dirección a Ñuñoa, escuchó una estruendosa fanfarria que precedió a un grupo de gente que avanzaba por el medio de la calle, con carteles, brazos en alto y gritos de entusiasmo. Los rostros -el de las mujeres sin maquillaje, el de los hombres, con enormes bigotes y patillas- expresaban alegría. Intentó escuchar lo que gritaban.
-¡El pueblo unido… jamás será vencido!
Los vio pasar. Iban dejando a su paso un reguero de papeles y ecos de una alegría incontenible. Por sobre la multitud, se alzaba un cartel enorme con la fotografía de un hombre de gruesos anteojos y abundantes bigotes grisáceos.
Adrián recordó el domingo anterior, a su madre junto al televisor, la alegría de ambos y de Leticia y de los vecinos que llegaron a celebrar, cuando en la pantalla se confirmó el triunfo de Salvador Allende en las elecciones para presidente de Chile. Durante toda la tarde, no se habían apartado de las informaciones, nerviosos, expectantes, él y Leticia bien tomados de la mano, la madre, con los ojos húmedos de emoción.
-Ah, si tu padre viviera, cómo le habría gustado vivir este momento…
Cuando el último hombre del desfile y el último eco de los gritos se perdieron tras la esquina, Adrián sintió dentro del pecho una especie de tibieza fresca, como si a partir de ese momento, todo fuera bueno. Hermoso y bueno. Igual a que si, desde entonces, le fuera a bastar con pensar en las cosas y las cosas se harían realidad. Si así iba a ser la vida ahora, en sólo dos años más, cuando él y Leticia ya fueran profesores, podría pedirle que se casaran.
Un bocinazo lo sacó de sus cavilaciones.
-¡Eh, Adrián!
La citroneta se detuvo justo frente a él. Era Ramiro.
-Sube, hombre, te llevo adonde sea que vayas.
Adrián dejó la fila que hacía frente al quiosco para comprar cigarrillos y subió. Aspiró con satisfacción el olor a bencina que impregnaba el interior del vehículo.
-Voy donde Leticia –explicó-, me va a acompañar al hospital. Mi mamá está enferma.
Rodrigo hizo un gesto espontáneo.
-Por la cresta –dijo-, que nunca nada pueda ser totalmente bueno.
-Sí –confirmó Adrián-, la derecha está creando problemas…
-No –dijo Rodrigo-, me refería a tu mamá. Feliz ella con el gobierno de Allende y ya ves, viene y se enferma. Pero tienes razón, también la derecha nos crea problemas.
-Hay que estar atentos.
-Sí, debemos estar atentos.
Rodrigo miró por el espejo retrovisor, como si quisiera cerciorarse de algo. Su gesto se endureció.
-Mira, Adrián –dijo luego-. Confío plenamente en ti. Ven el sábado a mi casa, tendremos una reunión.
-¿Una reunión?
-Sí… debemos estar atentos ¿no?
tremendo cuento
Buenísimo, deberían publicar más cuentos como este. Me encantó.
….Me emocioné tremendamente. Simplemente sin palabras!