Roberto Bolaño y las actas Belano

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«Rara Avis» (Caballero, Gago) es un libro que juega a falsear, profanar, adulterar, a los más grandes próceres de la literatura universal. Un juego por muchos odiado. Explora el límite de la realidad y la mentira. 13 relatos que involucran a los cimientos narrativos del siglo XX. Editado por Montesinos, nos metemos en su juego y robamos el primer texto, en donde Roberto Bolaño es el novato secretario de una inigualable reunión.
«Pese a que dar consejos no se cuenta entre mis aficiones, me permití ofrecer uno al joven chileno. En algún momento, le dije, deberá elegir entre una de las dos disciplinas: la de poeta o la de vago. Aunque no volví a verlo nunca, de corazón deseo que se decantara por ambas».
Carla Bodoni

                En algún impreciso momento a finales de la década de los setenta, se celebró en la ciudad de México DF uno de los más extraordinarios encuentros que la caprichosa historia de la literatura ha tenido a bien ocultarnos: a lo largo de dos noches se reunieron en los sótanos de la librería Porrúa algunos de los autores que marcarían la suerte literaria de Latinoamérica. El grupo, compuesto por poetas y narradores, pretendía esclarecer algunos de los principales aspectos que por entonces concernían al pasado, presente y futuro de la Literatura Latinoamericana.


                Se evitó toda publicidad del evento para mantener un secreto que, según los organizadores, motivaría el generoso trabajo de todos los que participaban de él. Ningún periodista fue informado del encuentro; ninguna autoridad, invitada. Nadie debía conocer los detalles del conciliábulo y sólo la redacción de las actas, a cargo de un joven aspirante a poeta, dejaría constancia de lo tratado. Los autores se comprometieron a no comentar el programa entre los discípulos de sus tertulias, para así evitar las previsibles rondallas de jóvenes de acuosa mirada que pudieran atraer la atención de las fuerzas del orden en las inmediaciones de la librería.

                La exigente agenda y el poco tiempo para tratar todos los temas requería de la generosidad y el esfuerzo de todos los participantes. Se establecieron unas normas de cortesía básicas que servirían para acotar y minimizar circunloquios, cátedras magistrales, rabietas, abandonos indignados de las mesas de debate y otras muestras de sobreexcitación del ego tan comunes en el gremio. Entre las reglas consensuadas por los participantes se podía encontrar aquélla que prohibía cualquier mención de la revolución cubana, del comandante Castro o de la CIA, o aquélla otra que obviaba comentarios que se pudieran realizar sobre Borges, al margen de su obra. Para propiciar un clima de entendimiento y comunicación, se firmaron innumerables treguas entre aquellos autores que mantenían sus plumas en guerra, y entre sus aliados, y entre los seguidores de sus adeptos, y entre los perplejos compañeros, traidores o enemigos que nunca acertaron a reconocer su bando.

Poco conocido es el hecho de que los sótanos de la librería Porrúa se extienden varios kilómetros bajo la ciudad de México. Apenas unos pocos metros son utilizados a modo de almacén y archivos por la librería; el resto es un entramado de túneles, galerías y oquedades emboscados de húmedas filtraciones del Texcoco que nadie sabe hasta dónde llegan. Ése fue el escenario para el encuentro. Bajando por una trampilla de la librería se accedía al llamado Túnel Maestro. Tras una caminata de varios minutos apenas suficiente para que los ojos se acostumbraran a la oscuridad, se llegaba a una gran sala, espacio diáfano al que los organizadores dotaron de electricidad, una docena de ventiladores, sillas, mesas y todo lo necesario para el congreso.


                Los grupos de trabajo se dispusieron en torno a las premisas y centros de interés presentados, meses atrás, por los participantes. Gabo, que por entonces publicaba la saga de los Buendía y ya gustaba de levitar entre los presentes al haber sido estigmatizado por la CIA, departía con José Donoso y Benedetti acerca del nombre por el que se conocería la explosiva cosecha que en los últimos años estaba ofreciendo el sur del continente. A pocos metros, Cortázar, que ya publicaba su Rayuela, y Vargas Llosa calentaban rivalidad en un improvisado cuadrilátero de lucha libre mexicana. Álvaro Mutis presentaba a los contendientes: con calzón y máscara de vampiro multinacional, el peruano; portando capa negra de Mandala bordado y enmascarado de Fantomas, el gigante argentino. Entre la ardiente afición que jaleaba empapada en sudor se encontraban Cabrera Infante y Lezama Lima, recién amonestados por mentar al comandante en intercambiarse habanos. La organización ofreció la responsabilidad de cancerbero, por si acaso hubiera visitas inoportunas, a Alejo Carpentier, el cual no abandonó su puesto –un pequeño taburete en el Túnel Maestro- durante las dos noches. Esto le permitió componer una opereta e iniciar algunas notas en torno a un adorable ensayo psicológico sobre el barroco americano. En la esquina más septentrional de la Gran Sala, Carlos Fuentes ejercía de juez ante la acalorada disputa de los chilenos, que pretendían establecer con meridiana e inapelable exactitud los cuatro mejores poetas que la madre patria Chile había regalado al mundo. Cada participante debía dar sus candidatos tras un trago de pisco patrio. Neruda, que aún no publicaba el Nobel y acababa de volver de Londres, sostenía que Ricardo Eliezer, Neftalí Reyes Basoalto, Andrés Bello y sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo estaban fuera de ninguna duda en esta residencia que es la tierra. Parra mostraba su desacuerdo categórica, racional y matemáticamente y argüía que los cuatro mejores poetas de Chile eran tres: Alonso de Ercilla y Rubén Darío. Gabriela Mistral, que había tenido la desfachatez de morirse años atrás, argüía en esta ocasión, con esa rotundidad que la muerte otorga a los difuntos, que los mejores poetas eran Violeta Parra, Violeta Parra, Violeta Parra y Violeta Parra. La Mistral, en su condición de muertita, guiñaba un ojo seductor ora a Juan Rulfo, ora a Gabo, y a duras penas decidía con cuál de los dos quedarse.

                En medio de todo esto, el joven Roberto Bolaño, un chileno llegado del DF como por casualidad, escribía frenético las actas del congreso, conocidas más tarde como las actas Belano. Desaparecidas hasta el día de hoy, sólo algunos llegaron a oír hablar de ellas como una misteriosa leyenda que nunca supieron si creer o no. Este grupo de elegidos, a los que Bolaño adoctrinaba cada noche en el mítico Café La Habana, eran los infrarrealistas, cuya consigna dictaba “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. Años después de aquel encuentro en el Texcoco, Bolaño, con veinte años y la compañía inseparable de Mario Santiago, corría por el DF buscando las tripas de la literatura latinoamericana, en un viaje que sólo acabaría con la publicación, ya en 1998, de Los Detectives Salvajes, con Arturo Belano y Ulises Lima como protagonistas. El fin del viaje es, pues, la narración del mismo. A partir de entonces, Bolaño se sienta y acepta su condición inevitable de reinventor de la literatura latinoamericana, en un placentero paseo que termina con 2666.


                Hasta ese momento, el chileno flaco de voz imperceptible había permanecido hundido en los abismos por mucho tiempo. Había abusado de las drogas, del sexo y de las lectura como parte de un proceso hiperconsciente de búsqueda en el que la vida estuvo siempre al servicio de la literatura. Desde el primer momento, tal y como muestran estos fragmentos encontrados hace poco en la biblioteca del DF a la que Bolaño acudía puntualmente cada día, los autores del Boom latinoamericano fueron constantes compañeros de viajes, referencias, señales que había que comprender para superarlas y darles la vuelta, agarrarlas por el pescuezo y ahorcarlas si hacía falta. Los soles muertos ya no servían como guías que alumbraran el camino. Luchando con todos esos fantasmas buenos y malos, amables y peligrosos, que lo mantenían en un lúcido y permanente delirio, y mirando a otros mundos (desde Shakespeare hasta Philip K. Dick), Bolaño consiguió poco a poco someterlos, hacerlos hablar o callar a su antojo. Sólo entonces pudo escribir Los Detectives Salvajes y empezar a encontrar la paz en un pueblo perdido de la costa catalana, rodeado de una familia. Su voz imperceptible se alzaba, firme y luminosa, más allá de su muerte, como faro de la nueva literatura latinoamericana. Aún nos queda mucha luz para continuar.

1 COMENTARIO

  1. Queridos amigos,

    Desde la Fundación Rara Avis nos sentimos honrados por el robo de nuestro texto. Ya saben ustedes que siempre hemos sentido simpatía por los ladrones, en especial si se suscriben al ambiente literario. No en vano somos admiradores incondicionales del Conde Libri-Carucci Della Sommaia y del Club del Expurgo, ilustres amigos de lo ajeno.

    Un afectuoso saludo desde la Fundación Rara Avis

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