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Una valija se arma con libros

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Dos semanas de atraso tiene el nuevo ejemplar de la Revista Ñ en nuestro país, sumado al desfase de meses que presenta en cada número. Insoportable. Sin ir más lejos, la última que pudimos encontrar en los quioscos trae en su portada al premio Nobel Mario Vargas Llosa, y data del 9 de octubre del 2010. Pero en ella viene una columna excepcional: Alejandro Zambra apunta los pro y contras  de viajar con una maleta llena de libros, y con el conocimiento de que afuera se venden mucho más baratos que en las librerías nacionales. En Pointzine quisimos reproducirla porque encontramos idóneo lo que el escritor chileno plantea, y más en época de vacaciones. Una joya de columna y proveniente de la revista de libros más importante que llega a Chile; imperdible cada 15 días, de fácil acceso y por sólo $500 pesos. Aquí va.

    Por Alejandro Zambra*

*Todos los derechos de esta columna son de Revista Ñ y diario El Clarín de Argentina. Copyright 1996-2011

Siempre viajo con libros, incluso si se trata de viajes cortos. Al momento de hacer el equipaje los elijo de forma más bien impulsiva, pero probablemente haya una lógica en esas decisiones. Suelo llevar, por ejemplo, dos o tres novelas cuya compañía me resulta necesaria. Es absurdo, es romántico, pero no puedo evitarlo: simplemente me siento más seguro rodeado de esas dos o tres novelas que he leído muchas veces y que siempre tengo cerca. Puedo olvidar mi medicamento favorito o el paño para limpiar los anteojos, pero nunca olvido esas novelas. Pienso que viajar sin ellas sería peligroso. 

 

También llevo algún libro que no he leído nunca, algún mamotreto del que en verdad desconfío pero también pienso que una vez lanzado a la página ciento y tanto no podré abandonarlo; que faltaré a las citas y a las fiestas, que conoceré apenas algunas plazas y un par de monumentos de tan absorto que estaré en ese libro en el que no creía y que me ha cautivado totalmente. De más está decir que eso nunca sucede, que vuelvo a casa sin haber pasado del primer párrafo, y sin embargo no me arrepiento de haber cargado el mamotreto, porque no leerlo se ha vuelto, también, una sagrada costumbre.

 

En los viajes suelo llevar libros de amigos, casi siempre manuscritos a espacio medio, en letra grande, que leo o devoro en el avión de ida, atrincherado en mi asiento de turista, bastante incómodo pero cobijado en el asombro que esos libros suelen provocarme. Porque aunque escribo libros  siempre me asombra que la gente escriba libros. Es raro imaginar a las personas que uno quiere juntando laboriosamente unas palabras, unas frases, ausentes del mundo por un tiempo tan largo. Es raro y es bello.

 

 

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Fotos: Mi Santiago (Algunos derechos reservados)

 

En un vuelo reciente me encontré con este oportuno fragmento entonces inédito de mi amigo Rodrigo Olavarría: “Haces la maleta y mientras intentas reprimir el impulso de llevar tantos libros recuerdas un episodio de la revista Disneylandia: Hugo, Paco y Luis van acampar al bosque, pasan a buscar a un primo (un pavo o un ganso), lo ayudan a cargar mochilas y bolsos. Cuando llegan al bosque abren su equipaje y descubren que lleva solamente libros”.

 

No deberíamos ser como ese pavo o como ese ganso del que habla Rodrigo Olavarría. No deberíamos viajar con libros, porque ocupan el sitio de un segundo par de zapatos y en todo el viaje hay un momento en que echamos enormemente de menos un segundo par de zapatos. No deberíamos viajar con libros, además, porque en los viajes siempre acabamos llenándonos de más libros. Tengo la impresión de que para eso es la segunda cama. Al principio no lo entendemos: llegamos a esos hoteles pequeños y oscuros y al entrar a la habitación pensamos que en lugar de dos camas estrechas podría habernos tocado una sola cama más espaciosa. Pero luego comprendemos que la segunda cama es para poner ahí los libros nuevos que vamos sumando.

 

No creo que haya otro país donde los libros sean tan caros como lo son en Chile, por lo que cada viaje, lo quiera o no, en algún momento se convierte en un inquietante paseo por las librerías. El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro resume de esta manera esa clase de paseos: “Por lo general salgo sin comprar porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento pues su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos”.

 

Mi experiencia es distinta pero igualmente culposa. Al comienzo me concentro en los títulos que sería difícil de encontrar en Chile o cuyos precios se elevan al doble o al triple en las librerías nacionales. El problema es que son muy pocos los libros que escapan de ese criterio. Termino, entonces, comprando mucho, y sobre todo abrigando la molesta duda de si voy a leerlos realmente. Casi siempre los leo, en todo caso, aunque me demore meses o años.

 

Están además los libros que nos regalan, por lo general sus propios autores. Hay quienes regalan sus libros como si se tratara de tarjetas de presentación: aparte del nombre y del correo electrónico nos encontramos de pronto con treinta y tantos poemas o quince cuentos o una novela larguísima, de lo que surge una extraña impresión de abundancia o de exceso: acabamos de conocer a alguien y ya tenemos una generosa puerta de entrada a sus obsesiones, a sus deseos, a sus ambiciones.

 

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Hay quienes regalan sus obras esperando que uno corresponda con un libro propio, lo que es sin duda embarazoso, y también están los que no regalan nada pero de alguna forma insinúan que les quedan ejemplares y que podrían vendernos uno a un precio razonable. Pero mis preferidos son esos personajes pudorosos que se niegan a darnos su libros, pues parecen empeñados en que nadie nunca los lea. Recuerdo con cariño a un autor peruano al que le pregunté cómo podría conseguir un libro suyo y me dijo que ni lo intentara, porque era pésimo, pero me regaló en cambio, publicaciones de otros poetas que le parecían buenos.

 

Para quienes viajamos con libros sin duda lo peor es el regreso. Al final no queda espacio para los pantalones ni para las camisas: el bolso se ha transformado en una pequeña biblioteca sellada al vacío. Hace unos días un amigo me contó que solía desprenderse de algunos kilos de ropa para asegurarse de no pasar apuros en el aeropuerto y esta confesión me sorprendió mucho porque yo hago exactamente lo mismo.  Me gusta esta solución, pues la presencia de libros para mí siempre ha estado asociada  a la ausencia de ropa. Desde la adolescencia me acostumbré a comprar libros con el dinero que una vez al año me daban para renovar el armario; conseguía algunas prendas de segunda mano como coartada y luego me lanzaba feliz a hurguetear en las librerías, de manera que siempre andaba pésimamente vestido pero felizmente arropado con la mejor literatura.   

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