Ficción: La Karen

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 Por Romina
Reyes Ayala
Le pregunté a la Karen si estaba bien y me dijo que no había problema. Almorzamos en un local
del centro, comimos pollo con papas, tomamos bebida. Caminamos por Catedral,
esquivamos niños, contamos peruanos. Conversamos de muchas cosas, ninguna
realmente importante. Repetimos el mismo camino que hicimos otras veces para
llegar al motel donde nos acostábamos, sólo que ahora fue pura casualidad. Yo
no le dije, no sé si se dio cuenta.
Pasamos frente a muchas iglesias hablando de poesía y cosas así. Era lo único de lo que
podíamos hablar forzando el gusto y omitiendo otras reflexiones violentas. Nos
despedimos en un paradero. La Karen se quedó ahí. Yo caminé de regreso al sur
con la vaga y estúpida esperanza de que ella me siguiera hasta donde le
permitiera la mirada, pero no me di vuelta para comprobarlo.
 
Jara estaba frente a su computador bebiendo los restos sucios de una sopa china. En el
líquido amarillento flotaban las verduras deshidratadas que habían logrado
escaparse de las garras plásticas del tenedor. Cuando me vio me pidió un
cigarro. “Lo estoy dejando” le dije. “Da igual” dijo él. Saqué unos Marlboro
Light y nos fuimos a una ventana. Jara golpeó varias veces su cigarrillo contra
el vidrio para condensar el tabaco. Yo nunca supe las ventajas reales de
aquello, pero igual lo hacía. Como un mono, todo lo imitaba igual que un mono.
Hablamos de la mañana, de las horas. El tiempo siempre nos ocupaba como si fuera una
carencia o un deseo constante. Hablamos del día, del clima y entonces Jara me
preguntó por la Karen. Yo lancé mi cigarro al vacío y miré un segundo a la
calle para comprobar que no le cayera a nadie en la cabeza. Le dije que
estábamos acabados y que seguíamos acabados.
-Es una lástima -me dijo. -La Karen siempre me sonó simpática.
-Sí, lo era.
-¿No te da pena?
-Estas cosas ya no me dan pena.
-Es cierto -dijo Jara aplastando el cigarro contra el muro-, a mí tampoco.
Mi escritorio tenía de todo menos lápices. Me di una vuelta por la oficina para recoger
algunos del suelo, los lápices siempre se caen. Jara le llamaba a eso
delincuencia, yo le llamaba necesidad. Si alguna vez me sacas mis cosas, me
dijo Jara, te pego. Yo le pregunté si ese era un motivo realmente importante
como para ponerse a pelear. Él me dijo que el motivo era lo que menos
importaba.
La tarde se pasó en una luz que bajaba por las ventanas y se reflejaba en la pantalla del
computador. Yo agarré un papel y escribí “Karen”, luego lo taché. Pensaba en la
noche y me dije que podría ser, pero luego que mejor no y Jara me dijo que
tomáramos un café.
La oficina tenía una cocina que era más bien un cuarto estrecho y blanco con agua potable
y un microondas. Jara llenó el hervidor y yo saqué las cucharas. Puse las tazas
sobre la mesa, la de Jara tenía la cabeza calva de un francés, la mía tenía un
par de gatos gordos. Fue un regalo de la Karen. En realidad, me la prestó una
vez que fui a su casa. En verdad, me la robé la última vez que estuve ahí. Los
gatos eran horribles, pero fue lo primero que encontré. Cuando me la llevé
todavía tenía una bolsa de te adentro y un cigarro empapado en el concho. Boté
la bolsa y me quedé con el cigarro. No sé si la Karen se dio cuenta, no sé si
alguna vez la extrañó. Cuando le conté a Jara me dijo que eso era triste.
 
-En el fondo, la gente es triste.
Salimos con medio día y media noche a cuestas. Yo tenía sed de cerveza, quería hundirme en
el trago y ahogar a la Karen en la garganta. Le dije a Jara que fuéramos por
unos tragos, pero él dijo que no podía, que tenía un cumpleaños, que no podía
faltar.
 
-¿Y la Karen?
-me preguntó.
-No sé si sea adecuado -le respondí.
Nos despedimos en el paradero de la 206, aunque ahora no esperé ninguna mirada tras
mis pasos. Era viernes, y siempre me deprimían los viernes. Sobre todo ahora,
que no estaba la Karen. No sé si lo triste era el día  o acaso la perspectiva de llegar a mi
departamento que nunca se terminaba de amoblar. En mi ventana todavía estaban
las cortinas de la Karen, y en la ducha aún flotaban sus pelos. También tenía
el cepillo de dientes que saqué de su cartera y que puse en el vaso del baño,
el vaso del baño de una casa que tenía más cepillos que personas, o cuyas
personas nunca se decidían a permanecer.
Caminé un rato por el centro en figuras que me parecían círculos pero que eran más bien
líneas rectas que se repetían sin cesar. Me metí al Portal Fernández Concha y
pedí un completo que comí de pie. Le saqué el exceso de mayonesa con una
servilleta de esas que uno no sabe si son de plástico o de papel. No me gusta
la mayonesa, la encuentro vomitiva y demasiado amarilla. Tampoco me gusta el
color amarillo. La Karen se burlaba de mi rechazo a algo tan simple, pero yo
creía que era complicado. Una vez me regaló una mayonesa envuelta en una bolsa
de regalo estampada con perros jugando cartas. También había una cajetilla de
cigarros y unos condones, así que lo terminé agradeciendo.
Caminar lento entre gente que corre puede ser suicida. La Karen me lo advirtió una vez, pero
no le hice caso. Además, ella es de las que corren. Me metí a jugar unas fichas
en las máquinas de Merced para olvidarme. Cuando chico jugaba como condenado,
pero con lo viejo le perdí el gusto. Ahora no me alcanza la plata para una
consola o quizá es que siempre pienso en cosas mejores que comprar, como una
revista o un libro o una golosina.
Aquel lugar tenía un gusto a pantalla, un olor a cigarros. Me sentí un poco ridículo y
viejo a la vez, pero recogí mi orgullo de las máquinas. Busqué las de pelea, le
gané unas fichas a un niño que ni siquiera me saludó. Todo era muy frío y
pensar eso me dio nostalgia.
Me acordé de la playa, de los veranos. Para mi la playa no era el mar ni las palmeras, sino
las noches en los juegos mientras las primas se probaban aros en las ferias
artesanales. Casi sentí el mar y la arena en los calzoncillos. Todas las noches
asaltábamos a los viejos para comprar miserables fichas oxidadas. Era fácil
entonces dar patadas y golpes apretando botones. Seguía siendo fácil ahora, con
el esfuerzo de los dedos. Yo nunca había estado en una pelea, aunque siempre
pensé que me podría defender bien. Jara me dijo una vez que lo mejor que se
podía en esa situación era reventar una botella en la cabeza del agresor, que difícilmente
alguien se levanta con eso.
-¿Y qué haces después?
-Después corres.
Pero ahí no corrí. Me enfrenté a 6 contrincantes, mezcla de marcianos, máquinas y
superhombres. Pasé varias etapas, pero perdí. Siempre llega un momento en que
se pierde. Quizá ahí hay que correr.
***
La ambulancia estaba estacionada frente al edificio. La sirena no sonaba, pero la luz roja
seguía dando vueltas y alarmaba a los gatos. Parecía la escena de un accidente,
sólo que sin muertos ni ausencias de luz. Fumé un cigarro mientras miraba la
escena pausada. Sentí que no tenía sabor a nada, que los cigarros light eran
tan absurdos como todos los productos light. La Karen siempre tomó Coca normal,
no le temía al azúcar ni a la diabetes. Creo que la respetaba un poco por eso.
Al rato me aburrí de la escena detenida o quizá me aburrí de fingir que me
interesaba, así que pedí permiso y entré a mi departamento.
La casa estaba vacía. Quedaban sobras de comida en un pote de microondas. Lo metí a
calentar y encendí la tele. Le hice espacio a mis cosas en la mesa del living,
que estaba llena de todo tipo de objetos desde ropa hasta alimentos. Al final,
la mesa del living no era una mesa de comedor, sino sólo una mesa que llenaba
de cosas que no cabían en otros lugares.
Comí frente a la pantalla una mezcla de puré y salsa rara que había hecho el fin de semana
mezclando todos los trozos de verdura que pude encontrar. Tampoco tenía mal
sabor, la clave era echarle un huevo o al menos eso hacía yo.
Eran las 10 y ya había comido, ya había fumado, ya había cagado. Busqué en mi celular el
número de la Karen y lo pensé una última vez, pero me dije que no era una buena
idea y ahí murió el pensamiento. Pensé que lo mejor era acostarme, aunque
también lo más aburrido. Apagué la luz y me metí a la cama. Traté de
masturbarme pero no lo logré. Entonces apreté los los ojos para forzar el
sueño. Poco a poco llegó y me fui en una ola. Desperté a ratos asustado de
nada. Ahí se acababa todo, pensé. Al menos, aquí me acabo yo. Entonces, sonó el
teléfono.
 
2.
 
La Karen vivía en una casa ubicada en el Santiago antiguo o lo que quedaba de él. Calles
largas y secas con casas sin antejardín. La verdad es que nunca fuimos
realmente a su casa, ya que la gente que va, se queda y permanece. Nosotros apenas
pasábamos a dejar o a buscar algo. Ella entraba, yo la esperaba en el living y
ojeaba sus libros tratando de descifrar algún significado oculto en ellos. La
Karen tenía un solo estante con dos filas ordenadas según un criterio que nunca
consulté pero sospechaba que tenía que ver con el color o la dureza de las
tapas.
Una de aquellas veces me decidí por un libro y lo metí en mi pantalón. Al principio lo
hacía sólo para comprobar cuánto tiempo se demoraba ella en notar su ausencia.
El resultado era que nunca lo notaba, o nunca lo decía, lo que era aún peor.
Con el tiempo lo convertí en una costumbre hasta que el tiempo se terminó.
Fue un día, a pocos de los últimos o quizá ya en esos que le robé un libro. En realidad, lo
tomé prestado. La verdad es que nunca tuve intención de devolverlo, pero me
ganaron las circunstancias. Era un libro gordo y azul que nunca quise leer, o
quizá hubiese leído de todas formas pero no ahí, no con ella. Un día la Karen
me llamó y me dijo que le devolviera sus cosas, “y por favor, devuélveme el
libro” dijo. Y dijo “libro” como si pudiera subrayar la palabra con la lengua.
Esa noche lo puse bajo mi almohada y antes de entregárselo, le rayé la última
página con un mensaje patético. Ahora creo que es patético, pero entonces me
pareció inteligente, quizá doloroso, vengativo. Pasó el tiempo y nunca me
comentó nada. Quizá nunca lo vio. Tal vez lo vio, pero no quiso comentarlo. De
todas maneras no hablábamos tanto, pero hablábamos de vez en cuando. Yo creo
que nunca lo quiso comentar, y esa era la peor opción.
Paré a mear unas cinco veces antes de llegar. Me compré una caja de vino y cigarros para el
camino. La noche no me asustaba y me gustaba caminarla. De todas maneras no era
tan tarde y tampoco tan noche. Cuando golpee su puerta, aún era una buena idea.
La Karen salió a abrir con una sonrisa pintada en el rostro. Detrás de ella
reconocí a Olivos. Fue como si todas sus palabras se materializaran de pronto
en alguien que no era ni tan parecido ni tan diferente a mí. Olivos me dio la
mano y me pasó un vaso de plástico. En el living reconocí algunos sillones y
también a algunas personas. Aquella fiesta me recordaba las reuniones
familiares de las que siempre te quieres ir o que son el peor panorama que
puedes tener. El momento en que fue una buena idea se desvanecía, pero traté de
acostumbrarme.
Noté que la Karen estaba usando una corona de plástico con gemas artificiales color azul
que le había regalado yo. Quise decírselo, en verdad era lo único que se me
ocurría decirle, pero ella se escurría entre la gente. Y entre los besos y las
manos que se le pegaban a la cintura, era inalcanzable. Olivos se mantenía
cerca y callado y a veces creía que me miraba, pero no estaba seguro. La Karen
también me miraba de repente o eso creía yo. Pero entonces vi aparecer a Jara
con la consistencia de un fantasma. Me distraje. Él me miró entre sorprendido y
enojado. A esa hora, a mí nada me sorprendía.
Jara me pidió un cigarro, yo me saqué la cajetilla del bolsillo. Sin ningún motivo nos
levantamos y salimos a fumar al patio como si no viéramos que todo el mundo
lanzaba las cenizas sobre la alfombra. Yo pensé que la Karen podía estar
siguiéndome con la mirada, pero era sólo una idea.
Jara me contó lo que hizo desde que salimos de la oficina hasta entonces, un relato común de
un hombre que se entretiene cambiando una camisa por una polera. Hablaba solo,
como si omitiera el hecho de que estábamos ahí, los dos, donde nunca habíamos
estado.
 
-No sé qué hago acá -dije de pronto.
Jara consumía la mitad del cigarro de una bocanada.
-No deberías haber venido -me dijo.
-No es mi culpa.
-Olivos te va a sacar la cresta.
-No creo -le dije yo.
Entonces Jara me puso una mano en la espalda y me miró, y me miró tan intenso que creí que
ese momento iba a acabar en un beso o algo parecido. Entonces comenzó un
relato, un relato breve pero lleno de frases significativas que transitaban en
esos buenos años que siempre son años que ya pasaron, o años que ya no existen,
o años habitados por personas desaparecidas que mantienen el nombre y la cara
pero ya no siguen ahí. Y esas personas o esas caras o esos nombres
desaparecidos pasan por lugares y por historias y por momentos lejanos que de
una manera u otra llegaban a esta noche y se definían aquí, se definían ahora.
 
-¿Entonces? le dije a Jara.
-Entonces, hueón -me dijo él con una prepotencia repentina- que si Olivos te quiere sacar
la chucha, yo también lo tengo que hacer.
Sus palabras quedaron atrapadas en mi oído. Sentí un deseo algo extraño, un poco de calor.
Yo podría haber besado a Jara en ese momento, pero entonces él se levantó.
Nos quedamos un rato más afuera, pensando en las palabras o quizá sólo con la cabeza vacía.
Muy probablemente borrachos y seguramente con frío. Después de un rato me
dieron ganas de mear y le dije eso a Jara, o quizá no le dije nada. Le pregunté
qué iba a hacer él. Me dijo “entrar, supongo”. Y caminamos hasta la puerta.
Los libros seguían en el mismo lugar, aunque ya no estaban ordenados por los colores sino
por un criterio que sospechaba era el tamaño o la cantidad de páginas. Yo
estaba buscando un libro gordo y azul que parecía haberse esfumado. Me pregunté
si Olivos lo habría visto, si él acaso le sacaría los libros como yo. Qué
habría pensado si lo hubiera visto. Quise saber si valdría la pena, si acaso
ese era un buen motivo.
Encontré el
libro lejos del estante, bajo una lámpara. Estaba lleno de polvo. Era evidente
que aún no lo leía, que ni siquiera lo había abierto. Ubiqué la última página y
encontré mi letra, mi letra triste y llorosa. “Julio durmió abrazado a este
libro” decía. Me di un golpe automático en el pecho, como un penitente
azotándose en una misa. Traté de cubrir el libro con el cuerpo de manera
inútil. Le arranqué la página. Luego lo devolví a su lugar. Y le robé otro
libro.
Las manecillas del reloj había vuelto a ubicarse a la derecha y bajaban aceleradas.
Eran casi las 5 y yo no entendía cómo había llegado ese momento. Olivos estaba
sentado en un sillón con la cabeza colgando como si fuera una roca pesada o un
balón. Aún quedaba gente y quizá, ya nadie se iba a ir. Jara iba y venía de
todos lados y a todas partes. Se mantenía lejos, me hablaba lo suficiente y me
pedía cigarros. Y la Karen, la Karen circulaba, bailaba, se caía.
Decidí irme, dije que me iba a ir. La Karen me dirigió la palabra por primera vez en la
noche y me dijo que ya era tarde, que me podía quedar si quería, que no había
problema.
-No es tan tarde -le dije-. De hecho, es temprano.
Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Olía a vino tinto con cerveza. Ella me abrazó.
-No hablamos en toda la noche -me dijo al oído.
-No te vi.
-Mentira.
-A veces miento -le dije yo. Y me solté de su cuerpo.
Olivos me abrió la puerta. Fue la primera vez que lo tuve cerca y me di cuenta que la
Karen sí tenía razón, que al final sí éramos del mismo porte y hasta nos
parecíamos un poco. Le estiré la mano y él la recibió. Quizá ese fue el error,
o quizá ahí comenzó todo o ahí acabó de terminarse. Olivos me tomó la mano y
cerró sus dedos sobre ella. Se acercó a mí y me habló a milímetros de
distancia. Su boca estaba tan cerca que casi podía saborear su saliva que me
salpicaba a la cara en cada palabra que era un golpe al silencio. De sus labios
secos salía la Karen y salía yo y su lengua nos juntaba y nos enredaba de tal
forma que parecía real.
 
Yo traté de alejarme, pero Olivos no me soltaba. Entonces lo empujé.
La Karen se acercó y su boca se abrió en un diámetro insospechado, pero no escuché nada
porque entonces vi que Jara venía también, caminando en cámara lenta, con una
solemnidad de luces bajas y pelo sucio. Y Jara traía la misma botella de hace
unas horas, sólo que completamente vacía. Jara levantó la botella por sobre la
cabeza de Olivos, y por un segundo sonreí, pero fue sólo un segundo.
Y quizá esto es impreciso, pero podría asegurar que antes de que me llegara un puño a la
nariz y de que la Karen gritara y de que la noche vibrara, vi en la cara de
Jara un dejo de resignación, una gota de pena, aunque esto es impreciso. Pero
vi su cara y su cuello y sus hombros resignados, hasta la botella que se
quebraba en mi pelo resignada y los vidrios amarillentos que caían en mi ropa
caían resignados y todo se volvió una lluvia que no recuerdo con claridad. Todo
el resto es impreciso.

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